martes, 20 de octubre de 2009

Las Líneas Azules del Sofa.

Había sido una tarde de bochorno y viento caliente metiéndose por las ventanas semientornadas, de agua bebida cada media hora, de calima y de desidia.

Lentísima.

El dolor de cabeza le llevó al sofá. Antes, encendió el ventilador, y con el zumbido monocorde consiguió adormecerse; ojos semicerrados.

Veía en la penumbra, apenas matizada por el reflejo del sol en las cortinas, reflejo que no conseguía traspasarlas, y que solamente daba como un hálito blanquinoso a los dibujos florales, las rayas azules del sofá.

Incrustada en una ceja, la punta del almohadón dejaba que apoyara su cabeza como un náufrago asido a madero. Se dejaba ir por los recovecos de aquella vigilia entreverada de imágenes que aparecían y se iban en desordenado dibujo; casi mosaico de figuras y pensamientos; sin embargo, lejos de estorbarle, parecían acompañar la sensación de dejarse llevar, de fuga, al menos hasta que aquel dolor estúpido empezara a mitigarse con la semioscuridad, el soniquete del aire y los hilos azules del sofá.

Había sido idea de María; le vino la imagen de ella sonriendo cuando lo trasladaron a la casa. “Un sofá para que te eches la siesta tan ricamente”.

Las líneas fluctuaban en un ir y venir hacia el sueño. Como un oleaje tranquilo; el azul es relajante, oyó siempre decir, para él, el azul siempre sería la luz de la playa: le gustó pensar que siempre que durmiera allí sería como hacerlo en la arena acompañado de las olas.

Las líneas eran, más que eso, manchas de color de mayor o menor densidad que delimitaban- para él- aquella playa nueva que encontraba cada tarde en casa. Las más oscuras eran el océano sin límites; allí donde perderse en el silencio de la tarde solo rodeado por gaviotas, sin que ningún sonido, salvo el eco de las alas, atemperase el tiempo, marcándolo.

Había otras, menos pronunciadas, señalizadoras de costas, acantilados, refugios para solitarios, signos donde aferrarse con las manos, que permitían llegar a buen puerto, permanecer a salvo.

Algunas, simples, leves extractos de color, como si al estampador le hubiera bien parecido salpicar ciertas esquinas, recordaban faros para las noches de niebla. Cuando las miraba se encendían luces, como guías.

Y, más tarde, estaban las otras. Sí. Las últimas líneas azules del sofá. Las que parecían continuarlo, extenderlo más allá de la simple estructura de mueble sencillo y discreto que a la postre era.

Las últimas líneas del sofá prolongaban con el azul el sentido de la medida. Esparcían el horizonte del color, parecían entremezclarse con la pared en la que se apoyaba, descendían ondulando hasta el suelo, se alzaban hacia los altos techos, se escapaban por la ventana, bullían en rumor contenido, hasta que todo: la tarde, el sonido del ventilador el hilo del sol en la semipenumbra, su cuerpo encogido en postura casi fetal, devenía en una línea azul infinita, inabarcable, indefinible, que lo envolvía y se lo iba llevando, llevando, como sin prisa, despacio, insistentemente, hacia el agua, hacia alta mar; espiral ya solo de luz, solo azul-pensó- mientras se adentraba en ella, tranquilo y confiado, más allá del sueño.

1 comentario:

Amando Carabias dijo...

Pues leyéndolo en este inicio de una fresquita noche lluviosa, parece que uno echa de menos esa sensación de las plúmbeas tardes de calima del verano. Yo digo que son tardes en que uno respira el caldo caliente de una sopa.
Me encanta el tono melancólico del relato, y cómo transmites esa sensación de pesantez del tiempo y del calor sobre un ser que es pura soledad.
Un beso.