domingo, 30 de agosto de 2009

Jardín Cerrado

Ese jardín cerrado. Ese lento devenir de la tarde. Recoleto en olvido solo para sí mismo. Ausente y en silencio. Hueco y suspenso.




Nacerán historias de la cadencia del aire.
Pero no lo sabrás.
Son suyas.
De ese jardín interior a quien miras sin que te permita entrar.










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Siempre se quedó en abril


Siempre se quedó en abril. Vamos a ver si me entienden; ya sé que quedarse se queda una en un sitio, en el café, en el banco de la esquina o esperando el autobús. Bueno, pero ella se quedaba en abril.

Ustedes no lo comprenderán. Ella era abril. Destilaba abril. No sé si alguna vez se han puesto a jugar con los colores y las cosas; si se les ha ocurrido hacer asociaciones del tipo “enero azul, parque gris, niños naranja”, o si son de los que no juegan nunca, de los que opinan que la vida es una cosa muy seria, muy importante, y que las necesidades que tenemos son otras; trabajar mucho, tener un coche, tener dos niños guapísimos...no sé. Quizá ustedes nunca transitaron infiernos, o fueron por callejones extraños con garitos al fondo donde suena música de jazz latino y hay –impepinablemente- un pianista con cara triste al fondo a la derecha, y una chica rubia de bote enseña unas tetas tristísimas al viajante de comercio que aterrizó allí por casualidad. Quizá nunca les pidieron veinte duros – cuando aún había duros- la puta de la casa de campo a las siete de la mañana para tomarse un bocadillo, cuando las putas podían estar en la casa de campo, claro, y pasar frío, y soñarse otras mientras masticaban el bocata de tortilla a la espera del chulo de mierda que aprovechaba su desamparo. A mí sí me pidieron veinte duros. Y se tomaron el bocadillo. Y me daban cigarros cuando me veían. Quizá a ustedes nunca les ocurrió ir por una calle de esas que llaman de la gente guapa, con muchas tiendas de ropa, ropa cara, quiero decir, cafeterías donde nunca entra la gente mileurista, ni los estudiantes de medio pelo, ni los obreros, gente así; donde solo había jerseys de cuello vuelto, mocasines y Loewe, ir por una de esas calles y ver lo invisible de una muchacha tirada en la acera, como si fuera Nadie, con cartones tapando la lluvia que le caía a Nadie, y pararse, y que pidiera una manta, y llevarle una manta y dejarla arrebujada en aquella innecesaria prenda de abrigo arrumbada por vieja.

Pero a mí es que me pasaban cosas así, como ver que detrás de la copa del árbol que daba al banco de la esquina había un pájaro pequeñito, aprendiendo a volar, y pararme y quedarme, y que el sol me diera en la cara, y que al pájaro le diera el sol en las alas, y que las alas se tornaran de sol entre la nube y el árbol, mientras me cerraban el banco y no podía ir a sacar dos mil pesetas de entonces para pagarle al del gas.

Ustedes no sabrán que en invierno, cuando se llevan pantalones remendados, rotos por las rodillas y recosidos en máquina Singer, se suele pasar frío, porque el viento se cuela por las costuras, y golpea, como diciéndote que la culpa es de la vida y sus remiendos y no de tus pantalones, aunque los lleves con tanto amor porque has visto las puntadas de la máquina de coser hacerse vida para que tú te vistas.

Por eso no podrán entender, imagino, que ella siempre se quedó en abril. Era abril su sonrisa, la claridad de su mirada, el gesto tranquilo de sus manos. Mientras sin decir nada apenas, sin esforzarse en explicarse iba dejando tan claro que en la vida hay infiernos en las madrugadas, que hay cafés solitarios donde toca un pianista, que una manta solo abriga si se entrega con afecto, y que los pájaros tienen las alas para que nosotros queramos ser como ellos y volar aunque usemos pantalones remendados.