lunes, 12 de julio de 2010

Los Ojos del Verano

Los ojos del verano como lagos donde el sueño se aquieta
Se abren para ver las estrellas.

Ah, plenitud del aire, la luz como un espejo,
Jardín de la noche que esplende
Miriadas de susurros tal concierto.

Aroma de azahar y espliego.

Por la calle que ya casi duerme mis pasos en paz y silencio.

sábado, 10 de julio de 2010

Invisible Presencia

Durante hora y media permanece sentada en un silla. El rostro idéntico a cuando llegó y se sentó en ella. Sin inmutarse. Sin cambiar la postura. Sin hacer un gesto que delate si lo que escucha le gusta o le irrita, o le aburre, o simplemente le es indiferente.
Permanece allí. Simplemente.
Sabe sin embargo que es no solo necesaria, sino imprescindible. Aunque nadie la mire; aunque nadie la vea. Ignorantes todos de ella, de su mirada inexpresiva, de su cuerpo, de sus manos replegadas sobre la falda, de su silueta.
Inexistencia absoluta. Estar, ser imprescindible y no ser vista. No ser reconocida, no ser mirada. Apenas prolongación del mueble. Apenas sombra.
Ni siquiera al final. Cuando todo acabe. Cuando llega la hora del sentimiento. De la emoción. Porque entonces se levanta y se va.
Y nadie repara en su marcha. En su salida invisible de puro discreta. En su desaparición.
Ninguno preguntará su nombre. Nadie querrá darle flores. Ni uno solo de los asistentes la dirán que lo hizo bien.
Porque no la vieron.
A pesar de que es imprescindible que ella esté allí.
Para pasarle las hojas del pentagrama al pianista que ahora recibe los aplausos emocionados y entusiastas del público que abarrota la sala de conciertos.

miércoles, 7 de julio de 2010

Sol











En esas plazas pequeñas, recoletas, que en el verano están vacías, se cobijan todos los viejos del mundo en los soportales.
Como si el último lugar donde fueran acogidos fuese ese recinto exento.
Sentados en los bancos, a la sombra, cubiertos con la boina, el gorrito, o a veces hasta un papel de periódico artesanamente torneado. Supervivientes de un mundo que ya no existe, en el que las plazas, tanto en verano, como en invierno, servían para charlar, para eso que se llamaba hacer tertulia.
Ni calle, ni tertulia, ni plaza.
Están solos mientras la tarde se encabalga en un rojo furioso de estío en fuego. Y su soledad solo tiene la compañía de quien mira por la ventana y acierta a darse cuenta de que existen.