martes, 8 de diciembre de 2009

La Misa Funeral


Ceferino Sotogrande y Guindalera de las Quintanillas vivió toda su vida en Madrid, salvo año y medio que estuvo en un pueblo destinado, donde pasó más frío que un perro chico porque eran los años cuarenta y entonces en los pueblos de Castilla hacía frío de verdad, no como ahora, que dicen que hace frío cuando quieren vendernos el abrigo en el Corte Inglés aunque estemos a 23 grados y sea 15 de noviembre.
El resto del tiempo ya decimos, en la Capi, como él llamaba a esta cosa monstruosa en que se ha convertido esto. Pero no vamos a hablar de Madrid, sino de Ceferino.
Ceferino se casó con una señorita con posibles, y él, que era farmacéutico, terminó poniendo su propia farmacia en el centro, a media calle de su casa, y siendo una de las personas más queridas del barrio.
Cuando se murió Ceferino, ya jubilado hacía más de veinte años porque se murió realmente a provecta edad, queremos decir a los 94, vino a la iglesia de San Ginés, en la calle del Arenal a llorarle todo el barrio.
Cada uno contaba una cosa; la vez que el chiquillo-que ahora era un señor con barba, abuelo de tres críos- se rompió el brazo y Ceferino le puso él mismo una sujeción hasta que le llevaron al hospital, la noche que Margarita fue con el ojo a la funerala y Ceferino sin médico ni nada le puso un colirio mano de santo y no la quiso cobrar, la mañana que Paulina, Saturio y Ana María llegaron con la madre, del médico, asustados por el diagnóstico y Ceferino les explicó en palabras vulgares que lo que aquel bruto había querido decir con “síndrome inflamatorio agudo del oído medio” no era más que una vulgar otitis que se quitaba con antibióticos, la disposición que tenía siempre de ayudar, la costumbre que cogió de pasar después de cerrar a ver a los enfermos que le parecía a él que necesitaban ánimo...
El cura, que era nuevo pero no era tonto, ante la cantidad de gente que se agolpaba para decirle adiós a Ceferino, decidió hacer la loa del caballero, así se podía ganar a la parroquia, pensó.
Contó todo lo que había ido oyendo, habló de sus virtudes cristianas, de su compasión hacia los humildes, de su compartir la vida del barrio, de lo seguro que estaba él de que se había ganado el cielo y estaría tan contento en gloria de Dios gozando del paraíso, al que sin duda había merecido llegar por sus virtudes y de lo gran siervo del Señor que había sido.
Entonces se oyó una voz en mitad de la iglesia.

-¡De eso nada!

La mujer, mejor dicho, la viuda de Ceferino estaba protestando con todas sus fuerzas.

El cura se atrevió a parar el sermón.

-Pero ¡señora! ¿Qué dice usted?...

-Digo que de eso nada, que si estamos aquí hoy es porque la cristiana soy yo, que mi marido era ateo y bien ateo, y no pisó en su vida la iglesia, ni falta que le hizo por lo que veo para ser buena persona.
Y salió de la iglesia con la cabeza alta, pidiendo interiormente perdón a su difunto por haberle dado el disgusto de una misa funeral.